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Cuerpos masculinos que migran y el no-cuidado entre cargadores del Mesón Estrella

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  • hace 2 días
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Actualizado: hace 23 horas


 

Ilustraciones: Pamela Martínez Garza
Ilustraciones: Pamela Martínez Garza

Por: Marissa Rodríguez-Sánchez


En el mercado Mesón Estrella de Monterrey, antes de las 7:00 a.m.comienza el vaivén de cuerpos masculinos que soportan, en un doble sentido, el peso de la organización del mercado: por un lado, sostienen las tareas físicas que mantienen su funcionamiento y, por otro, lo resisten al cargar con la intensidad y exigencia inherentes a esas actividades. Son, en su mayoría, hombres que provienen de otros estados del país o de Centro y Sudamérica; mueven toneladas de mercancía con tanta destreza y resistencia que, a veces, parecen desafiar la condición humana. 

Durante mis años (2019-2024) como etnógrafa del mercado, he observado y entrevistado a compañeros de edades y nacionalidades diversas. En sus narrativas se repite un patrón, a pesar de que no se conocen entre sí: cumplen el rol fundamental de proveedor familiar, motivo de su migración. La partida de sus hogares se caracteriza porque la hacen en solitario o con acompañantes esporádicos, por la falta de recursos económicos, de objetos personales y de documentación, así como la experiencia de la soledad, pues ni en Monterrey ni en su destino –Estados Unidos– cuentan con redes solidarias previamente establecidas o con la robustez suficiente para amortiguar su trayecto. Tras semanas o meses de camino, se vuelve menester la recuperación de la energía y el dinero gastados, así como la planificación del cruce fronterizo. El Mesón Estrella, con su incesante trajín, surge como la plataforma laboral ideal: siempre se necesitan trabajadores, los contratos de palabra duran minutos y no requieren trámites; basta con tener disponibilidad y aguante físico. 


Así, entre las múltiples formas que puede tomar la migración, en el caso de los cargadores del Mesón Estrella el cuerpo masculino es el recurso primigenio para desplazarse y generar ingresos, desde que dejan su terruño hasta su inserción como cargadores. Sin embargo, en sus discursos, el cuerpo aparece solo por su negación: un mero instrumento valorado en función de su capacidad para resistir actividades extenuantes. Los cuidados y autocuidados, como prácticas culturalmente mediadas que garantizan el bienestar físico, emocional y social, reflejan –por otra parte– relaciones, valores y normas que conectan lo individual con las dinámicas sociales y contextos comunitarios. En este escrito* comparto breves reflexiones en torno a las prácticas del (auto)cuidado o, mejor dicho, de su ausencia en este grupo migrante. A través de tres apuntes etnográficos, me interesa discutir cómo algunas de estas prácticas –es decir, su falta– están entrelazadas con las estructuras patriarcales y capitalistas que los hacen cuerpos explotables, tanto en el contexto del mercado local como en su anhelado destino migratorio ubicado al norte.


El cuerpo masculino: instrumento y símbolo


“Aquí no te puedes cansar, no te puedes enfermar, porque se te acaba la chamba. Si no le aguantas, mejor llégale. Si lo quieres todo papita, pues vete a descansar a otro lado; vete a vender cosas paradito en tu puesto. Pero si quieres jalar de a deveras, es nomás de que te mentalices y no te dejes caer; que le metas fierro. Es más, si quieres dobletear, te las ingenias y sacas más dinero. Porque trabajo hay, el que diga que no, es porque de plano no quiere jalar. ¿Que está pesado? ¡Pues qué querías, papá! ¡Por eso es trabajo! Todos podemos, pero no es un trabajo para cualquiera”, me dice José**, zacatecano de 37 años que lleva dos como cargador. 


En tanto universo laboral, el Mesón se distingue por tres marcadores clave: el predominio de varones, su diversidad (de origen, edad, trayectorias, lengua, etcétera) y un orden jerárquico con marcadas desigualdades entre patrones y empleados, encargados y cargadores, migrantes y locales, hispanohablantes y otros, jóvenes y viejos, fuertes y débiles. Esta heterogeneidad genera conflictos, a menudo por la falta de comprensión mutua. A su vez, la asimetría impulsa a los hombres a competir por los trabajos mejor pagados, llevando al límite su capacidad corporal. La competencia exacerba las acciones corporales que se consideran tradicionalmente masculinas, porque su explotación se traduce en mayores recursos económicos, y en mayor poder y prestigio. 


El uso del cuerpo, desde el inicio de la migración hasta la inserción temporal en el Mesón, no solo es el medio para lograr los proyectos, también es un modo de satisfacer “las expectativas respecto de una representación simbólicamente dominante de masculinidad”1. Sin embargo, la “masculinidad hegemónica”2 no es una categoría inmutable; se trata de algo incierto y precario3, una especie de recurso difuso al que se aspira. En términos amplios, las dinámicas de su ejecución no son claras y pueden variar de una cultura a otra. Pero, precisamente porque el entorno del Mesón Estrella está compuesto por una gran diversidad latinoamericana, se requiere de códigos comunes que permitan la comunicación. En este sentido, identificamos un mínimo común de evidencias en torno a un tipo de masculinidad compartida, que funciona como eje intelectivo y regulador. 


Ilustraciones: Pamela Martínez Garza
Ilustraciones: Pamela Martínez Garza

Los elementos comunes que he observado en práctica incluyen la valoración de la fuerza física, la competitividad, la juventud, el aguante como virtud cardinal y la capacidad de resistir bajo condiciones adversas. Son normativas ejecutadas por diversos gestos corporales, emocionales y discursivos, como añadir horas extra a su jornada laboral, que exige una mínima de 12 horas. Cargar más peso del debido, prescindir de equipo de seguridad –cuando lo hay–, omitir comidas voluntariamente, negar el cansancio o la enfermedad. Estas aparentes demostraciones de capacidad laboral son cualidades simbólicas que están bajo el escrutinio constante de los otros. En otras palabras: el trabajo es un acto performativo, una demostración pública de masculinidad que está sujeta a la evaluación y validación de sus pares.


En relación al (auto)cuidado, estas y otras acciones se gestionan en una dinámica de recompensa social y perjuicio individual. Mientras los cargadores son premiados con mayores ingresos y prestigio, sacrifican su bienestar y salud. De este modo, el cuerpo masculino se transforma en un capital intercambiable y el sufrimiento en un costo necesario para alcanzar el reconocimiento.


La migración como mandato masculino 


“¿En total? Ya llevo tres años aquí. Iban a ser solo dos semanas, pero cada vez que ya estaba, como quien dice, con un pie en la frontera, la misión se venía abajo. […] Primero Dios, en dos, tres meses me muevo a Estados Unidos. La misión es llegar hasta Canadá y, rápido que pueda, mandar por mi esposa y mis niños. […] Siempre los miro en video, porque no me gusta que crean que no hay disciplina o que no me voy a enterar si hacen alguna cosa mala. Yo le encargo al niño que cuide a su mamá, le digo que mientras yo no esté, él es el hombrecito de la casa. […] Porque cuando a él le toque, ya va a saber que la vida es dura. Luego la niña es la que me cuenta todo. Si su mamá no me dice algo, yo me entero por mi espía. Es la ventaja que aquí [en el hostal] tengo internet siempre. Lo malo es que no los puedo abrazar en la pantalla. Así, mire, así quisiera yo abrazarlos y sacarlos de la tele y que ya estemos todos juntos, pero no quiero mostrarles que estoy triste y mejor les digo ‘ya cuelga para que hagas tus deberes’, aunque me quede yo con esta cosa así en la garganta”. 


El relato de Brayan, hombre guatemalteco de 29 años, revela que la masculinidad no solo consiste en un comportamiento individual, sino que conforma una pedagogía que opera como mandato colectivo4. Obliga a los hombres a demostrarse mediante la exclusión de cualquier rasgo de vulnerabilidad o ternura, y se sostiene en la necesidad de imponer una conducta que define el valor del ser hombre, entre otros, por su capacidad de dominio y su rechazo a todo lo que pueda ser percibido como débil. Y, dado que se construye en oposición a lo femenino, desvaloriza todo lo asociado a las mujeres, como las expresiones afectivas. Hay cierto arraigo a la idea de que los cuidados emocionales –esenciales para el bienestar individual y colectivo– son una tarea femenina y, por ende, desterrada de la masculinidad. 

Ciertamente, la configuración mencionada produce daños de gravedad a las mujeres, en niveles y modalidades de violencia diversos; pero, asimismo, perjudica a los hombres, en tanto primera víctima cronológica del mandato patriarcal4. Deben reprimir aspectos fundamentales de su humanidad para ajustarse a un ideal consolidado en la dureza por encima del (auto)cuidado. En este sentido, podemos invocar el habitus masculino5, formado por condiciones socioculturales que moldean los cuerpos y la actuación de varones desde la infancia mediante exigencias de control y responsabilidad fuera de proporción que procuran fortaleza a largo plazo. El encallecimiento emocional, es decir, alcanzar la masculinidad, es, pues, la encarnación de valores asociados a la fuerza, a la dureza y al sacrificio. 


Entre los cargadores del Mesón, la migración está indisociablemente ligada al sistema patriarcal. En sus relatos, migrar se percibe como una obligación ineludible, determinada por su posición en la estructura familiar y la responsabilidad de enfrentar la precariedad económica. Esta tarea recae en el hijo mayor, el menor, el soltero encargado de los padres o, con mayor frecuencia, en el padre y esposo proveedor. Además, esta carga se proyecta hacia las nuevas generaciones. Como Brayan, los entrevistados reiteran que sus hijos varones migrarán “cuando les toque” y les enseñan desde pequeños que la vida es dura. Así, migrar al norte se concibe como una solución económica y como un rito de paso hacia la masculinidad.


En Estados Unidos, su modelo capitalista abierto favorece la circulación de productos, dinero y mercancías, pero limita el movimiento de personas, aunque la mano de obra migrante cubre, sistemáticamente, las labores más arduas del sector de servicios. Las políticas migratorias incluyen tácticas de “disuasión y persuasión” (Prevention and Deterrence) que desvían el tránsito de migrantes solitarios o pequeños grupos hacia las zonas más riesgosas del desierto y del río, forzándolos a usar costosos transportes clandestinos y a arriesgarse a posibles ataques del crimen organizado y, por lo tanto, a perder la vida. De entre los entrevistados, solo los más fuertes, jóvenes y determinados logran superar esas barreras físicas, psicológicas y económicas, y estos son muy pocos. Trabajar como cargadores en el Mesón Estrella puede interpretarse como preparación para mayores obstáculos al cruzar la frontera. Vista como impronta cultural con los rasgos propios latinoamericanos que niega el (auto)cuidado, la masculinidad encarnada se convierte en un recurso explotable en los países del norte global.


Trabajar y dormir / Trabajar y beber. ¿Qué más?


“Por eso no me gustan los días libres, porque estoy piensa y piensa en ellos: si habrán comido, si se habrán caído, si mi mujer estará esperándome. Por eso, ya que termino de trabajar, a veces le sigo, y ya llego y mejor me duermo”, relata Santiago, hondureño de 26 años.


Ilustraciones: Pamela Martínez Garza
Ilustraciones: Pamela Martínez Garza

“Sí está bien el trabajo. Me gusta porque se va bien rápido el tiempo que ni piensa uno más que estar en chinga y, de repente, ya es la noche, y ya no pensó uno en todo el día en... en nada, ni en la vida ni en el pasado ni en nadie”, asegura Mayo, potosino de 47 años.


“No me gusta pensar en las cosas. Se me meten a la cabeza y siento que me enfrío. Pero, ah, para eso cualquier alcoholito es bueno. Trabajar y tomar hasta que me vaya, ¿qué más?”, exclama Junior, salvadoreño de 23 años.


La masculinidad, decíamos, es una suerte de bien escaso y difuso, por eso, una vez alcanzada –es decir, legitimada– puede perderse si no se mantienen en ejecución los códigos que la sustentan. Los fenómenos que amenazan el imaginario son sumamente variables, empero, circunscritos al contexto del Mesón Estrella, podemos mencionar un acto irreconciliable con el ser masculino: la manifestación abierta, para sí y para otros, del miedo, nostalgia o tristeza. Una forma de superponerse a tal desgaste sin contravenir las expectativas de la masculinidad es precisamente el trabajo. En este caso, como se ha insistido, un trabajo distinguido por un uso tan intenso de cuerpo que lo deje agotado; pues, en los momentos de inmovilidad corporal y descanso mental, se recrudecen la tristeza y la frustración por los deseos no alcanzados. Entonces, las estrategias son: trabajar y dormir; trabajar y beber.


La falta de gestión emocional entre los cargadores del Mesón Estrella los lleva a dinámicas contrarias al (auto)cuidado, pero que son socialmente aceptadas e incluso esperadas. Beber en exceso y someterse a jornadas agotadoras forman parte del mandato, permitiéndoles evadir el dolor emocional acumulado mientras encuentran un canal permitido para expresar su vulnerabilidad. En la ebriedad surge un resquicio para lo prohibido: llorar, reconocer el miedo, añorar a la familia. “Borracho no cuenta”, dicen, porque la embriaguez suspende las reglas que les impiden mostrar su humanidad en la sobriedad. Así, el consumo de alcohol no es un fenómeno aislado, sino un problema de salud pública arraigado en las precariedades del mandato patriarcal.


Además de objetos biológicos, los cuerpos están impregnados de significados socioculturales. El del cargador encarna una forma de capital físico que puede parecer celebrado por su fuerza y aguante. Sin embargo, la relación del sujeto con su cuerpo vivido está mediada por una lógica utilitaria, donde el agotamiento y desgaste (es decir, el no-cuidado) es asumido y reproducido porque es redituable. Tal deficiencia es una manifestación del sistema patriarcal y capitalista. Los cargadores migrantes no se cuidan porque el sistema no lo permite: sus cuerpos son explotados como recursos, su condición migratoria los despersonaliza y los convierte en mano de obra genérica. Este proceso de desindividualización afecta su identidad, así como la percepción de sí mismos como sujetos dignos de cuidado.


El trabajo de cuidados se asocia principalmente a mujeres y su rol en la reproducción social, así como a sujetos que encarnan características femeninas. Por ejemplo, en los espacios compartidos que habitan es atípico que contraten mujeres –en razón de economizar–; en su lugar, las tareas domésticas recaen en los hombres percibidos con características más femeninas: los de menor poder, los más débiles o mayores. El no-cuidado tiene efectos colectivos: cuando los hombres no (se) cuidan, las consecuencias no desaparecen, sino que se trasladan a otros, reforzando jerarquías interseccionales de género, clase y edad que precarizan especialmente a cierto tipo de sujetos dentro y fuera del mercado. No obstante, el Mesón Estrella nos permite observar cómo se perpetúa un ciclo presente en otros ámbitos laborales y sociales, donde el reconocimiento y el ingreso económico están estrechamente vinculados al desgaste físico y emocional, al no-cuidado. 


 

Marissa Rodríguez-Sánchez

Licenciada en Antropología Social por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP). Posee una especialidad en Antropología Cultural, así como una Maestría en Ciencias Antropológicas por la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa (UAM-I) y un Doctorado en Ciencias Antropológicas por la UAM-I. Es profesora adjunta de la Facultad de Educación y Humanidades de la Universidad de Monterrey (UDEM). En la actualidad es promotora del proyecto “Emociones Migrantes del Mesón Estrella” en el Laboratorio Ciudadano de Nuevo León (LABNL).

 

REFERENCIAS


1 Vega B., G. (2009). Masculinidad y migración internacional: una perspectiva de género. Aldea Mundo, 14(28), 53-64.

2 Connell, R. (2015). Masculinidades. UNAM.

3 Gilmore, D. (1994). Hacerse hombre: concepciones culturales de la masculinidad. Paidós, Barcelona.

4 Segato, R. (2018). Contra-pedagogías de la crueldad. Prometeo Editorial, Argentina.

5 Bourdieu, P. (2000). La dominación masculina. Anagrama, Barcelona.


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