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(Re)pensar el género


Por: María Antonieta Gutiérrez

Maestra asociada del departamento de Ciencias Sociales de la Escuela de Derecho y Ciencias Sociales. Doctora en Sociología, en el programa Estructura Social, Cultura, Trabajo y Organizaciones impartido por la Universidad Complutense de Madrid.


Si se considera que el concepto de género es una categoría social creada culturalmente para asociar la sexualidad biológica a unos determinados atributos sociales que marcan las expectativas que la sociedad tiene respecto a las personas, y cómo éstas a partir del aprendizaje en sociedad definen su identidad, asumen las funciones que les toca desempeñar y aceptan el lugar que se les asigna dentro de la estructura social, es comprensible cómo lo trascendente de pertenecer a un género x, y o z esté fuertemente relacionado con la forma en que la sociedad transmite un ideal de cuáles son las características que debe tener determinada persona.


A través de un largo proceso de moldeamiento, llamado socialización, la sociedad se encarga de ejercer influencia sobre el individuo en su forma de ser, pensar y actuar. Dicha socialización se presenta a lo largo de la vida completa de los sujetos, de manera que a través de ella, la sociedad contribuye a que se interioricen las funciones y los lugares que las personas deben ocupar dentro de la jerarquía social, definiendo el lugar que cada uno de los géneros debe asumir de acuerdo al cumplimiento de patrones legítimos de comportamiento.


La condición de ser de un determinado género y asumir el rol que la sociedad estipula, debe considerarse a partir del contexto histórico en el que se desarrolla. Esto debido a que en la sociedad existen grupos que predominantemente determinan las características deseables respecto al género. Los atributos de género, deseables, presentes o ausentes conllevan a obtener una respuesta social que castiga al que no se apega al sistema de normas sociales y recompensa al que sí. Cuando una persona reflexiona sobre sí misma y la realidad que lo rodea, y opta por poner en tela de juicio lo que la sociedad le ha informado como “el deber ser”, causa incomodidad e incluso rechazo en algunos grupos.


Precisamente lo anterior explica cómo la persona, al estar dispuesta a mostrar públicamente su desacuerdo con la posibilidad de adaptarse y reproducir los ideales sociales, al actuar en forma consciente y voluntaria para infringir las normas sociales, ocasiona una reacción de una parte de la sociedad, que se opone a ella debido a que plantea la posibilidad de romper con la estandarización social de la conducta esperada y abre la posibilidad de que la normativa social pueda ser modificada contraviniendo sus intereses.


Esto indudablemente crea conflicto porque existen grupos interesados en que el orden social continúe reproduciéndose, mientras que otros sectores de la sociedad pudieran sentirse identificados con la ruptura y pudieran encontrarse dispuestos a apoyarla. Esta contradicción entre los grupos permanece y se fortalece en la medida que se presenta con mayor frecuencia el comportamiento no deseado, ni esperado.


Si hacemos un recuento histórico del papel que ha jugado el género como ahora lo conocemos, podemos observar cómo a través de diferentes periodos la ideología plasmada en el discurso ha producido y reproducido una profunda desigualdad entre hombres y mujeres al imponerse un modelo patriarcal, cuyo sustento se encuentra en la idea que el género es binario y se compone por atributos que marcan diferencias para exaltar la feminidad o la masculinidad.


Ser hombre o ser mujer con ciertas características deseables desde el punto de vista físico y mental, crean estereotipos de género que conllevan a atribuir al hombre la fuerza y a la mujer la debilidad. Ambas características unidas a supuestos prejuicios que dicen la pauta para reconocer quién tiene la capacidad de dirigir, pensar, actuar y someter, sobre quién tiene la capacidad para seguir, servir, sentir y renunciar. La historia durante siglos fue escrita alzando el valor de los hombres, a quienes se les atribuyeron los triunfos de las conquistas, los descubrimientos y las luchas por alcanzar propósitos racionales, mientras que a las mujeres se les adjudicó el papel preponderante de madres, esposas e hijas protegidas por el padre, el hermano, el esposo o el hijo.


Recluidas en el ámbito doméstico, valoradas por su capacidad de reproducirse, cuidar, curar y educar, las mujeres han protagonizado una larga lucha para emanciparse y salir de la invisibilidad. La sociedad patriarcal, instituida desde los inicios de la humanidad, encontró por siglos la manera de mantener a las mujeres alejadas de los asuntos públicos. Sin poder gozar de una ciudadanía plena, ni tener la libertad para elegir qué hacer en su vida, las mujeres fueron consideradas incapaces para tomar decisiones por sí mismas, y si lo hacían se arriesgaban a ser juzgadas como locas, brujas o mujeres de dudosa reputación.


El camino de lucha por la emancipación de las mujeres ha sido largo y costoso; ha cobrado la vida de miles de mujeres que en su afán de romper la carga que las ataba a una condición de profunda desigualdad e injusticia, tuvieron la valentía de cuestionar y enfrentar al sistema patriarcal. Y a pesar de que esta condición de rebeldía se ha hecho presente en distintos momentos de la historia y en distintos contextos, hasta nuestros días en pleno siglo XXI, las diferencias de género y la lucha por acabar con ellas siguen cobrando vidas en distintas regiones del mundo.


Sin embargo, a partir de mediados del siglo XX, las mujeres han ido cumpliendo sus aspiraciones de autonomía, consolidándose a través de los logros obtenidos, entre los cuales se puede mencionar el derecho a la ciudadanía al trabajo, educación y a elegir libremente el matrimonio y la maternidad. No obstante, lo anterior no puede generalizarse para todas las mujeres, ni para todos los países y regiones como una condición que existe en todas las sociedades contemporáneas. En muchas de ellas aún persisten serios obstáculos debido a múltiples factores fuertemente arraigados en el imaginario colectivo, a veces como producto de rezago económico, otras por cuestiones religiosas, o por tradiciones y costumbres que impiden avanzar. Por otra parte, en regiones ricas que tienen un modelo de consumo suntuario también se han creado otros ideales de las mujeres con base en la creación de la idea de que tienen entre sus funciones sociales la satisfacción de los apetitos o los deseos de otras personas. Estas mujeres, esclavizadas por la tiranía de la imagen, se someten a la aprobación social a partir de las características de belleza vinculadas a la idealización de la juventud y la sexualidad.


En contraparte es necesario destacar cómo a partir de mediados del siglo XX han surgido colectivos de mujeres que buscan organizarse y romper con los estereotipos que la sociedad les ha marcado, y han decidido encausar su energía hacia actividades que les hacen sentir plenas, creando a contracorriente propuestas en las que se asumen como personas independientes y con valor propio, alejadas de lo que dicta la moda y la promesa de satisfacción que otorga la sociedad consumista; se han involucrado en el ámbito de la política, el deporte y el trabajo, tomando a su cargo posiciones que tradicionalmente eran ocupadas por los hombres.


Ahora que las mujeres están frente a nuevos retos y oportunidades, llama la atención el hecho de que, en nuestro contexto actual, algunas voces se alzan para atacar el concepto de género, porque resulta peligroso, escandaloso e invasivo de la privacidad protegida por los mitos, ritos, estereotipos y prejuicios que en parte culpan a las mujeres irreverentes e insumisas del caos social en que se encuentra inmersa la sociedad. Se teme a la mujer que decide por sí misma lo que quiere hacer con su vida, porque el salir de sus casas en la búsqueda de su realización personal a través de su trabajo, estudio o actividad realizada en el ámbito público, pueden minar el mantenimiento del statu quo.


Lo anterior lleva a cuestionar: ¿por qué se teme hablar de género en ciertos contextos sociales? ¿Será acaso que la realidad que vivimos saca a flote el conflicto que se cierne tras el ataque de grupos que se oponen a que se difunda en el ámbito educativo los atributos del género, cuando en realidad lo que se encuentra subyacente no es el género por sí mismo, sino la resistencia a sacar a la luz otros aspectos que inherentemente se le asocian, como las orientaciones sexuales y cuestiones de las identidades que en la actualidad se encuentran en pleno auge?


Las nuevas realidades llevan implícitamente a la necesidad de replantear las masculinidades y las feminidades de acuerdo a las características que tradicionalmente se les han atribuido. Un ejemplo de estas realidades se centra en la crisis del empleo que se ha hecho presente a nivel mundial, ocasionando la ruptura del estereotipo del hombre fuerte, proveedor y racional, que está capacitado para hacer frente a los retos del presente. La estructura monolítica del patriarcado se está debilitando en forma creciente, y esto no sólo se debe a la llegada de las mujeres a los puestos de decisión y poder, también se debe a las contradicciones que se presentan en el sistema económico, que ha convertido a los hombres en desechables como seres productivos, ya que a través de su trabajo no pueden garantizar tener a salvo su hombría como soporte familiar de proveedor garantizado.


Si hacemos un recuento histórico del papel que ha jugado el género como ahora lo conocemos, podemos observar cómo a través de diferentes periodos la ideología plasmada en el discurso ha producido y reproducido una profunda desigualdad entre hombres y mujeres.


El punto interesante a destacar es que ahora los asuntos de género constituyen parte importante de la agenda internacional, que reconoce a través de sus organismos supranacionales la necesidad de proteger los derechos humanos y la libertad para vivir una vida libre de violencia, como los expuestos en los Objetivos de Desarrollo Sostenible en la Agenda 2030 por la Organización de las Naciones Unidas (ONU), que en el objetivo 5 manifiesta la necesidad de cumplir con la meta de igualdad de género, así como los Principios de Yogyakarta que “establecen principios para la legislación de derechos humanos en relación a la orientación sexual y la identidad de género”. (1)


Lo anterior pone en evidencia la importancia que ha cobrado el género, la identidad y la orientación sexual, como parte de las transformaciones sociales que vivimos. El debate está abierto y, para lograr avances hacia lo que la comunidad internacional ha plasmado como deseable, se requiere de espacios de reflexión y discusión que contribuyan a comprender, analizar y replantear la realidad social que actualmente vivimos.


 

Ilustraciones: Freepik


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