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El imaginario de la ausencia: La cultura como arma política en obras de Yael Martínez y Sara Uribe


Por: Emanuela Buscemi

Licenciatura en Ciencias Sociales Internacionales y Maestría en Desarrollo Político por la Universidad de Florencia, Italia. Maestria en Derechos Humanos e Intervención Humanitaria por la Universidad de Bolonia, Italia. Doctorado en Sociologia por la Universidad de Aberdeen, Escocia.


En octubre de 2017, fui invitada a entrevistar al fotógrafo mexicano Yael Martínez en una sesión pública organizada en el Centro de las Artes por la Fototeca del Consejo para la Cultura y las Artes de Nuevo León (Conarte). La obra del guerrerense se enfoca en temas personales de duelo, ausencia, pobreza y pérdida, inspirándose en acontecimientos que han captado la atención a nivel nacional e internacional.


En sus series fotográficas, Yael Martínez muestra la normalización de la violencia física y simbólica mostrando cómo la ausencia de seres queridos penetra la cotidianidad de los que se quedan en una espera perpetua, en un duelo sin salida. La fuerza y la significancia de sus proyectos han sido reconocidas por Magnum Emergency Fund, Magnum On Religion, y por otras instituciones internacionales. La fotografía de Yael Martínez, muestra el día a día de la pérdida y espera, llevando al espectador de un contexto local a un simbolismo universal:


“Estuvimos yendo a buscar los cuerpos a unas fosas [...]. Todo este vacío y dolor que se queda en las familias que están pasando y viviendo por eso es algo que casi no lo ves, o lo sientes fuera de los medios de comunicación; entonces empecé a trabajar dentro de mi familia y a tratar de hacer metáforas o analogías, donde a través de objetos o de las casas, se pudiera ver esta carga de violencia que estaba ahí”.


La producción fotográfica de Yael Martínez tiene un ideal poético correspondiente con la obra Antígona González, de Sara Uribe, que reinterpreta la Antígona de la tragedia de Sófocles y el tema del conflicto entre autoridad y poder, de la violencia y de la muerte. Así como Antígona González reclama a través de las palabras el cuerpo de su hermano menor Tadeo, las fotografías de Yael Martínez visualizan la aflicción cotidiana de las familias de Guerrero (y de los desaparecidos de Ayotzinapa) en la búsqueda de sus seres queridos, a pesar de la violencia institucional y la inseguridad.


“Quiero saber dónde están los cuerpos que faltan. Que pare ya el extravío.

Quiero el descanso de los que buscan y el de los que no han sido encontrados.

Quiero nombrar las voces de las historias que ocurren aquí”. (Uribe 19-24 ).


La poesía y la fotografía se vuelven actos de resistencia contra el olvido de la política. Aparecen de la necesidad de nombrar, buscar, reflexionar y contribuir a la exigencia de justicia.


La desaparición, en las palabras de Antígona/Sara, ya no es un juego de niños:


“Yo me quedé pensando en el verbo desaparecer. Ellos dijeron: Tadeo no aparece y yo pensé́ en el mago que iba a nuestra primaria. En Tadeo tras la celosía mirando a hurtadillas porque a nuestra madre no le alcanzaba para darnos los cinco pesos de la función. Desaparecer siempre fue para mí un acto de prestidigitadores. Alguien desaparecía algo y luego lo volvía a aparecer”.


Un acto simple”. (Uribe 57-65 )


En la serie La casa que sangra, una fotografía constituye el emblema de la pérdida y de la violencia que se interconectan en actos cotidianos, como un padre que juega con su hija. En particular, la foto muestra al mismo Yael Martínez en su casa. Al levantar a su hija en la pared, en el fondo se proyecta la sombra de una ejecución, mientras que en la otra pared se revela una mancha roja: La casa que sangra.


El contraste entre una imagen evocativa de familia, hogar y ternura se convierte en el recordatorio de la violencia y de las desapariciones de un pueblo de Guerrero: “Esta imagen fue como un detonante que tuve de la pérdida de tres familiares, uno de ellos justamente lo habían matado en la cárcel [...], murió ahorcado”.


Yael Martínez, La casa que sangra


La falta de los desaparecidos se opone a la presencia del recuerdo, la desesperación a la esperanza, la rutina de lo cotidiano a la excepcionalidad de la pérdida: “Cuando empecé a hacer las pruebas de luz, me di cuenta de la sombra y trataba de jugar con ese aspecto doméstico de la vida normal, pero que estuviera filtrada la violencia [...]. La pintura de la mancha ya estaba descarapelada y es una humedad [...]. En el proceso cuando empezó a generar la imagen enfaticé la luz porque si la ves de lejos, el tono [...] que te da la tierra pareciera también una mancha de sangre seca”.


Las obras de Sara Uribe y Yael Martínez investigan la relación entre tiempo lineal y espera por la condición inacabada del duelo que no se cumple; y dentro de esta relación examinan el contraste entre soledad y socialidad, el privado y el público. Una foto de la serie La casa que sangra muestra unos pétalos que se quedan en el suelo después de un funeral, y parecen cerrar un círculo entre la vida y la muerte: “Justo después de todo, en este proceso lo que me estaba interesando era el sentido como ritual, y como también nos construimos a partir de eso y establecemos una sociedad o comunidad a partir de rituales que son de alguna forma lo que nos da sentido. Y eso era una de las problemáticas, el no poder cerrar ese círculo y de alguna forma yo trataba de hacerlo o hacer ese cierre de círculo de mis familiares perdidos y de la demás gente [...]. Otra parte [...] del proceso era representar de manera simbólica ese cierre ritual [...], la forma en que penetra la violencia y cómo se permea a ti y todo lo que te está rodeando. Pues yo ya estoy permeado de eso”.


El mismo sentido de rituales e impotencia se registra en las palabras de Sara Uribe/Antígona González:


“Así transcurro cada mañana. Escucho el despertador y te pienso. Me meto a la regadera y mientras el agua fría resbala por todo mi cuerpo, pienso en el tuyo. Bajo a la cocina a hacer café y enciendo un cigarro. Sé que nunca te gustó que no desayunara, pero desde que ya no estás no hay nadie que me regañe por no hacerlo”. (Uribe 344-350).


El ritual se interrumpe, de acuerdo con Yael Martínez, cuando se invierte el orden natural, cuando los padres entierran a los hijos. Sin embargo, la cotidianidad como ritual se contagia con la esperanza: “Estaba trabajando con una familia de Ayotzinapa, una de las cuarenta y tres, y me decía un señor: ‘Es que ayer me dijeron que habían visto a mi hijo en una moto’, y esta sensación de esperanza y cualquier cosa te recuerda al ausente. Entonces, yo creo que también hay la cuestión del dolor en el trabajo”.


La voluntad de conocer el destino de los desaparecidos por parte de sus familiares se detiene frente a la impotencia del ciudadano a la violencia simbólica de un Estado que no cumple sus funciones básicas:


“Ellos dicen que sin cuerpo no hay delito. Yo les digo que sin cuerpo no hay remanso, no hay paz posible para este corazón. Para ninguno” (Uribe 139-142).


Diferentes fotos en la obra de Yael Martínez muestran cuartos vacíos, objetos y recuerdos dejados en la inmovilidad de la incertidumbre, congelados en una espera desconsolada.

El cuerpo ausente tiene su propia performatividad, tiene un papel en la cotidianidad de las familias: “Es algo que he visto en muchos casos [...] de lo que deja la gente y el valor de no tocar ese espacio [...]. Esa cuestión de tener [...] el objeto que te da certeza de que algo pasó [...], es el espacio y lo seguimos manteniendo por este mismo sentido como un ritual de tratar de esperar para cerrar pero no puedes cerrarlo”. La búsqueda del vestigio trata de restablecer un ritual en la espera:


“Rezo para que tu cuerpo ausente no quede impune. Para que no quede anónimo. Rezo para tener un sitio a dónde ir a llorar”. (Uribe 170-172)


Al mostrar los casos de Guerrero, Ayotzinapa, su casa y su familia, Yael Martínez universaliza el tema de la violencia para investir cuestiones sociales y políticas comunes al continente Latinoamericano, y tal vez más allá: “Partiendo de una cuestión personal [...] para mí era más importante generar un diálogo donde hubiera una conexión con otras personas o familias que estuviera pasando por lo mismo, para en ese sentido empezar a hablar en capas de primero una familia, después una comunidad, un país”.


En las palabras de Antígona González:


“¿Qué es lo que murmuran? ¿Por qué todo lo deslizan en voz baja? ¿Qué es lo que están deshaciendo? Te estamos diciendo que Tadeo no aparece. Te estamos diciendo que somos muchos los que hemos perdido a alguien” (Uribe 43-47).


Yael Martínez y Sara Uribe utilizan su arte para luchar contra el olvido, para poner resistencia al poder: contar, hablar, escribir, mostrar, para no olvidar ni olvidarse, así reescribiendo las historias y la historia:


“Yo también estoy desapareciendo, Tadeo. Y todos aquí, si tu cuerpo, si los cuerpos de los nuestros. Todos aquí iremos desapareciendo si nadie nos busca, si nadie nos nombra. Todos aquí iremos desapareciendo si nos quedamos inermes sólo viéndonos entre nosotros, viendo cómo desaparecemos uno a uno” (Uribe 623-629).


Reapropiándose del arte y de la cultura como herramientas políticas, los dos artistas re-imaginan el papel foucauldiano del intelectual comprometido con la sociedad.


 

Fotografías: Yael Martínez, La casa que sangra


Foucault, Michel. (1980). Power/Knowledge. Selected Interviews and Other Writings 1972-1977. Edited by C. Gordon. Translated by C. Gordon, L. Marshall, J. Mepham, K. Soper. New York: Pantheon Books.

Uribe, Sara. Antígona González. Oaxaca: Sur+, 2012. Web. 26 Jul. 2019.

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