Por: Paola Muñoz
A finales del siglo XVIII, el político y escritor Edmund Burke llamó a los medios de comunicación el “cuarto poder”, a continuación de los tres esenciales, que ahora conocemos como ejecutivo, legislativo y judicial. La denominación adquirió popularidad a lo largo del siglo XIX por el contrapeso que ejercía el periodismo, es decir, porque equilibraba al resto de poderes al investigar, informar e interpelar. En estos días, sin embargo, las audiencias desconfían de los medios y los periodistas. Se habla de sesgo mediático, de ideologías e intereses de todo tipo disfrazados de periodismo, de manipulación, mentiras o verdades a medias…, una visión impulsada, en gran parte (aunque hay también casos de malas prácticas periodísticas, hay que decirlo), por gobiernos autócratas que etiquetan lo que no les conviene como “noticias falsas”.
El periodismo, no obstante, sigue siendo tan necesario como siempre. Su razón de ser no ha cambiado, aunque sí lo ha hecho su entorno tecnológico y cultural. Un escenario en el que para comunicarse con las mayorías ya no es necesaria una imprenta o una estación de radio o televisión, y en el que cada vez son más populares términos como influencers, youtubers, instagramers, tiktokers, streamers… y nunca han dejado de existir varios poderes, solo que, mediante internet y las redes sociales, han encontrado maneras de hacer llegar su mensaje directamente o sin pasar por filtros abocados a la labor periodística.
¿Qué pasa con el esquema de los cuatro poderes en un entorno como el actual? El auge del internet y, por lo mismo, de millones de personas compartiendo información, opinión e interactuando directamente con medios y periodistas, líderes políticos y funcionarios públicos, activistas, corporaciones, perfiles anónimos y en ocasiones falsos, entre otros personajes y todo lo que está disponible en la red, ¿altera el contexto democrático? Para responder a estas y otras interrogantes contacté a Jon Lee Anderson (Estados Unidos, 1957), periodista especializado en temas latinoamericanos y conflictos armados.
Jon Lee Anderson escribe en The New Yorker desde 1998, ha cubierto conflictos en Siria, Líbano, Libia, Irak, Afganistán, Angola, Somalia, Sudán, Malí y Liberia y ha realizado decenas de coberturas en América Latina. También ha perfilado a figuras de la política latinoamericana, como Augusto Pinochet, Fidel Castro y Hugo Chávez. Y publicó el que es posiblemente uno de los trabajos más puntillosos sobre la vida y obra de Ernesto Guevara: Che Guevara. Una vida revolucionaria. Colegas como el cronista y editor Julio Villanueva Chang lo consideran un peso pesado del periodismo y, otros tantos, el “heredero de Kapuściński”.
¿El periodismo contribuye a un Estado de derecho en el que, valga la redundancia, absolutamente todos somos iguales y tenemos las mismas responsabilidades ante la ley?
Las cosas que sabemos de la historia reciente, inclusive las malas, las sabemos por los periodistas. Todo lo que nos achaca la gente que vilipendia a los periodistas es muy fácilmente reversible si pensamos, por ejemplo, en cómo supimos de la Masacre de Mỹ Lai en Vietnam (más de 500 personas desarmadas fueron asesinadas por el Ejército de Estados Unidos). ¿Acaso fue por nuestros opositores que revelaron la masacre cometida por unos soldados norteamericanos? No. Fue por la prensa norteamericana. Obvio que eso afectó al gobierno de la época y al curso de la guerra. De hecho, los norteamericanos perdieron la guerra, pero el gran público quedó horrorizado de que sus conciudadanos pudieran actuar así en el campo de batalla. ¿Quién lo publicó? Un colega mío, Seymour Hersh. Ganó un Pulitzer por eso.
Es decir, aquella publicación fue producto de un periodista empeñado en saber la verdad, inclusive las cosas más negativas que estaba haciendo su gobierno en el mundo. Él nunca lo hizo para afectar la democracia norteamericana, lo hizo para fortalecerla. ¿Quién quiere pertenecer a un país en donde sus soldados masacran a civiles en otros lugares? Nadie.
En los países en los que falta un Estado de derecho hace falta más periodismo para saber lo que está pasando. La mayoría del periodismo es sano y simplemente nos acompaña en la vida: dibuja el paisaje a nuestro alrededor, la cotidianidad de cada sociedad pero, de vez en cuando, es como la quimioterapia que nos hace falta para purgar los virus que padecen, a veces, las sociedades.
En algunos países de América Latina, incluido México y otros tantos, es habitual escuchar que la democracia está en riesgo, pero esto implica asumir que ese sistema político está plenamente establecido. ¿Es así?, ¿existe un país en la región que tenga una democracia consolidada?
La región entera está en una crisis en cuanto a democracia. La mayoría de los países han padecido de una flaqueza fundamental: la carencia de un Estado de derecho. Tanto la policía como el ámbito judicial todavía padecen de injerencia política o responden a intereses económicos, a veces las dos cosas. La corrupción ha sido el lastre del periodo democrático en América Latina. En la mayoría de los países hemos visto cómo sus gobernantes han caído en escándalos de corrupción. Algunos han salido como fugitivos de su país, otros han caído en la cárcel o han quedado envilecidos. El sistema mismo ha quedado así por los escándalos de corrupción e impunidad.
Quizás sea la región más fracasada en el sentido de la democracia porque en cada país hemos visto una vuelta al populismo, altos índices de criminalidad, de inseguridad pública, de corrupción.
¿Por qué se debe proteger el ejercicio periodístico en los sitios en los que la democracia tambalea o no existe?
El oficio del periodismo resulta fundamental para la consolidación y supervivencia de la democracia. Nos damos cuenta de eso por la forma en la que los populistas, los autócratas, los dictadores, apenas toman el poder, atacan al periodismo. De país en país, y no solamente en nuestra región de las Américas, los autócratas buscan minar la legitimidad, extinguir del todo el periodismo independiente, libre, para que sólo quede su voz o versión de las cosas.
Donald Trump viene a mi mente como el caso más preocupante y reciente. Creo que él establece una pauta, que es emulada por muchos otros en la región. El hecho de que él tenía la temeridad de salir y decir en voz alta, en público: “los periodistas, los enemigos del pueblo” caló hondo en cierta estirpe de norteamericanos que hasta hoy en día le dan crédito.
Los periodistas son blancos fáciles para los autócratas porque cuestionan, porque revelan cosas y porque dejan inquieta a la población. La gente tiende a querer ver las cosas en blanco y negro, y por eso los populistas muchas veces ganan más seguidores.
¿Qué pueden hacer los periodistas para enfrentar a los líderes autoritarios que han aprendido a manejar lo que no les conviene como “noticias falsas”?
Hay que revertirlo. No es fácil y, a veces, quizás no sea posible. Con Trump, que es el ejemplo más obvio y exagerado de este problema, lo que hicimos los periodistas fue seguir con nuestra labor: cuando él mentía, demostrar al público que había mentido. Ahora lamentablemente hay gente a la que no le importa cuántas veces le dices que tal (político, funcionario o mandatario) es mentiroso, igual van a seguir creyéndole. Yo creo que hay mucha gente que sabe que Trump es un cínico, un mentiroso, un narcisista, pero dice las cosas que ellos quieren y lo apoyan. Él es instrumental para sus intereses. Es hasta más desolador darse cuenta de eso, que la gente y grandes porcentajes de la población se vuelven cínicos, pero no creo que sea la mayoría de las personas, y no veo mucho más que podamos hacer los periodistas, aparte de seguir nuestra labor con diligencia, comprobando nuestra sinceridad con el público.
Los periodistas son blancos fáciles para los autócratas porque cuestionan, porque revelan cosas y porque dejan inquieta a la población.
Los periodistas no podemos decir que somos objetivos. Ningún ser humano lo es, pero podemos alegar e intentar ser lo más imparciales y honestos posibles. Si nosotros podemos comprobar o hacer que la gente crea que somos honestos e intentamos decir la verdad, no perdemos audiencia. Es la única posibilidad de camino por tomar, no veo otra. Algunos dirían: “pues hay que conseguir la evidencia de que la persona miente o ha hecho algo”, pero hasta aquella evidencia en una corte es disputable y no podemos confiar en que los abogados o el juez, la jueza, determine a favor de la verdad.
Tenemos que ser militantes a favor de nuestra labor, ser periodistas que entendemos que hay gente que busca eliminarnos y que la mejor defensa es hacer periodismo lo mejor que podemos.
¿En un contexto en el que cualquier persona con un teléfono celular y conexión a internet es potencialmente un emisor de contenido, el periodismo se vuelve más necesario?
El papel del periodista hoy en día es incluso más importante que antes, porque ahora compartimos el escenario con personas que se autoproclaman o se llaman periodistas, pero que no lo son. Tienen un smartphone, un blog, son influencers, gente que en realidad está vendiendo cosas. También hay porristas de los políticos de turno. Pienso en gente en Fox, como (Sean) Hannity u otros que, básicamente, son como cortesanos del trono. No tienen ninguna objetividad y su única función es decir las verdades de su político preferido. Eso es un gran problema. Antes nos reíamos de los voceros de las dictaduras militares, o de Moscú, del Kremlin, pero mientras tanto si ves la televisión en Estados Unidos vas a ver mucha opinión y poca cobertura imparcial que es lo que, al menos, con todas sus flaquezas, antiguamente hacían los noticieros.
Los periodistas no podemos decir que somos objetivos. Ningún ser humano lo es, pero podemos alegar e intentar ser lo más imparciales y honestos posibles.
Eso se ha roto y ahora lo que hay se asimila a la lucha libre (peleas entre opuestos). Cada uno está buscando su audiencia. Esa atomización del paisaje mediático resulta en una gran confusión. La gente tiende a ver solo el canal que le gusta, leer sólo el noticiero que dice lo que ellos creen conveniente. Uno podría culpar al neoliberalismo y ojalá sólo fuera el neoliberalismo que, un poco, pone el mercado ante todo. También lo hacen los regímenes cerrados que ostentan cierta ideología. También imponen un solo canal, una sola voz.
En esa línea, tú planteas que el entorno digital, aparte de abrir otro flanco para que cualquier contenido sea publicado, ha puesto en riesgo a los periodistas en los sitios con mayores índices de inseguridad, ¿por qué?
De joven, como periodista, entendí que ejercer el periodismo era peligroso. En El Salvador aprendimos muy rápidamente que, en general, las fuerzas del gobierno veían a los periodistas independientes como sospechosos y posibles accesorios de lo que ellos llamaban la subversión, porque tendían a reportear sobre ellos (y “los otros”) de manera igualitaria. Es decir, ellos no concebían que los periodistas podíamos reunirnos con la guerrilla y despachar un reporte tal cual. Había que objetivizarlos como terroristas, de acuerdo con la propaganda del gobierno. Tampoco lo teníamos muy fácil con la guerrilla en la que, a veces, sus integrantes eran muy ideológicos o habían estado en el monte mucho tiempo, y todos los que veníamos de afuera éramos sospechosos. El temor se fundamentaba en que los periodistas del famoso mainstream sirviesen de una forma u otra al gobierno o a los Estados Unidos.
Había eso, pero los que nos querían matar eran los paramilitares y los militares, y mataron a varios. Yo fui emboscado por militares que sabían que era periodista. Fuimos amedrentados. Debíamos tener mucho cuidado. Eso ha cambiado con el advenimiento de las nuevas tecnologías, con el smartphone que permite que cualquier bando en un conflicto, por ejemplo, pueda emitir su propia propaganda. No te necesitan como periodista. Entonces, con menos utilidad, más estorbo. Eso hace que nuestras vidas estén más en riesgo en lugares inseguros, donde operan los narcos o los militares implicados en el narco o en corrupción o en lugares en donde sencillamente los oficiales están en un negocio y no quieren que los periodistas los vean. Para muchos colegas en países como México u otros, el peligro es directo, físico: te pueden matar.
¿Y cuál es el rol de las audiencias? ¿Cómo puede alguien que no tiene mucho conocimiento sobre política consumir de forma crítica las noticias?
De dónde provienen las noticias, en qué plataforma (las consumen las audiencias), porque lo más seguro es que, hoy en día, estas no se lean en el diario matutino. Nadie está leyendo los periódicos en papel ni, a veces, viendo los noticieros de la noche. Lo más probable es que las personas reciban información a través de su móvil, en alguna plataforma digital. Y así resulta muy difícil porque todo está regado a través de algoritmos. Entonces, estamos un poco en el periodo del caos, de las aguas revueltas.
Creo que las familias y las escuelas son fundamentales. Esto es quizás un reclamo empírico, pero ojalá hubiesen módulos o clases en las escuelas, no solamente en las universidades, sobre lo que son los medios, sobre el periodismo, sobre la libertad de expresión, sobre el fuero público de comunicaciones, como un tema que intentamos explicar y explorar de forma pedagógica, porque las redes sociales y esta confusión mediática llega a los chicos muy temprano.
Lo más probable es que las personas reciban información a través de su móvil, en alguna plataforma digital. Y así resulta muy difícil porque todo está regado a través de algoritmos.
¿Consideras que escasean los géneros llamados de largo aliento, como la crónica y el reportaje, que permiten abordar con más profundidad la realidad y, por ende, entenderla mejor?
Sí ayudan, pero no creo que toda la gente lea un reportaje de largo aliento. Reconozco eso, porque es lo que hago. Acabo de publicar un reportaje sobre Haití que me costó cuatro meses escribir. Primero, no todo el mundo va a querer leer sobre Haití. Luego, ¿van a querer leer 10 mil palabras sobre Haití? No sé. Ahora lo que me toca hacer como periodista y como alguien íntegramente implicado con la democracia, porque sé que es lo mejor que hay, es lo único que va a preservar la vida cívica, el porvenir es hablar, aceptar entrevistas, me toca desglosar lo que hago en largo aliento en The New Yorker, e intentar ver de qué otra forma mi opinión, mi forma de ver las cosas, puede calar entre diferentes sectores de la población, no solamente la cercana, sino más allá. Los periodistas tenemos que llevar el mensaje, aparecer ante la gente, hacer que nos vean, que nos pregunten y responder. No siempre vamos a tener éxito, pero podemos intentarlo. Es clave para nuestra supervivencia y para la del periodismo y la democracia.
Algo que pasa mucho en la cobertura informativa, sobre todo en tiempos de campaña electoral (o preelectoral como ahora en el caso de México), es que los debates se asumen desde una postura partidista. ¿Cómo se puede ampliar la mirada desde el periodismo para no caer en retóricas electorales?
Si bien temas como las reivindicaciones identitarias ya han sido pintadas con la brocha izquierda-derecha, hay que abrir la conversación cívica en un aspecto muy amplio y enfocarnos mucho en esos temas (las reivindicaciones, cambio climático…) porque afectan todo. De pronto todo lo demás es frívolo ante la llegada de una tormenta, un ciclón, un índice de calor bárbaro, incendios que acaban con la vida misma, con la naturaleza y con los recursos y la forma de sustento de la gente. También, hemos de mirar temas que generan polarización, como la cuestión identitaria y la seguridad pública. Pienso en estos dos porque son de los temas más candentes en los que los nuevos autócratas tienden a ganar mucha popularidad, sobre todo, en la época electoral.
Lo hemos visto en uno y otro lugar. Me acuerdo que Jair Bolsonaro ganó (las elecciones presidenciales) en 2018 en Brasil después de un año con los más altos índices de homicidios registrados en ese país. Había una visión, en el imaginario popular, en la que él iba a matar a los malandros y proteger a la población. Su campaña inundó a los votantes en los días previos a la elección con noticias falsas en WhatsApp, diciendo que los del otro partido eran pedófilos, que iban a convertir a los chicos en gays o en trans como parte de sus políticas de educación, porque eran “progres”.
Nos toca ver las formas en las que están operando quienes buscan eliminar el periodismo y darles una réplica, pelearnos activamente a través de programas o proyectos específicos que buscan defender el espacio que nos ha permitido sobrevivir. Y el espacio necesario para el ejercicio de la democracia.